Cuando el mito sobredetermina a la política en las disputas históricas
Esteban Rodríguez
“Fuera de la iconografía patriotera que entrevera a héroes y canallas, las figuras cumbres de las luchas independientistas repiten sus verdades peligrosas largamente sepultadas bajo el polvo retórico de la cultura vasalla.”
John William Cooke en “Apuntes sobre el Che”
Cada gobierno elige su propia estirpe, construye sus referencias. Muchas veces ese linaje resulta ser una fachada o, como le gustaba decir a Marx, la gran mascarada a través de la cual la dirigencia de turno escondía sus verdaderas intenciones. El truco, se ve, no es nuevo: hacer pasar una cosa por otra, tomar prestado lenguajes, sus nombres, su ropaje, volver sobre las consignas de guerra que se forjaron para intervenir en una época que no es la nuestra, como si los desafíos contemporáneos volvieran sobre las tareas pendientes que legaron las generaciones pasadas, como si la historia fuese siempre la misma historia.
Pero otras veces, la historia no se repite como tradición sino para inspirar nuevos rumbos para las cosas. En este caso, la historia se convierte en el mejor insumo moral para sostener las luchas pendientes, pero también para medirse con nuevas preguntas. Cuando la lucha se confunde con la vida cotidiana y reclama tiempos largos, cuando la disputa –además- es hegemónica, entonces se necesitan mitos que sostengan todas y cada una de aquellas querellas. Hay que volver sobre determinadas imágenes fuerzas que puedan imantar las luchas dispersas que deben ensayarse al mismo tiempo. Porque los frentes de batalla son varios y uno no siempre puede elegir el enemigo que tiene en frente para definir sus alianzas. Cuando la política se polariza, no hay contradicciones secundarias. Al menos por un tiempo, todo tiende a leerse en blanco sobre negro. En esos momentos la historia se confunde con el mito, la historia necesita mitos. Mitos que inspiren voluntades, que carguen los cuerpos de nuevas energías. A través del mito salimos de la historia pero no para permanecer agazapados fuera de ella sino para irrumpir nuevamente con nuevas fuerzas.
Además de San Martín, Belgrano, Cooke, Jauretche, las Madres y Cámpora, otra figura recurrente en el canon kirchnerista es Evita, sobre todo Evita. Evita es la figura que sobredetermina todas las luchas abiertas cuando les imprime un temperamento particular. Evita reclama vocación y lealtad, pero también pasión. No hay lucha sin pasión, y no hay pasión sin amor. Ya sabemos que el peronismo se construye en el terreno de los afectos, desde las regiones profundas de la historia –como le gustaba decir a Marechal. La política, hecha a través del peronismo, es un sentimiento.
El mundo de Evita es un mundo maniqueo: la Argentina de los ricos contrasta con la de los pobres, el mundo de los mediocres, de la cultura refinada y egoísta, no tiene nada que ver con la cultura plebeya y solidaria. Se sabe: El mito corta la historia en dos, pero también parte a la sociedad.
Esos mitos no hablan por sí solos sino que hay que hacerlos hablar. Resuenan en cada nuevo envite. Los mitos preparan la historia para nuevas apuestas. Insisto, cuando la lucha es económica, las disputas se proyectan en el campo de la cultura. Estas otras querellas culturales ya no serán la fachada de una historia que no es, templan los ánimos, inspiran voluntades para la historia que está en juego.
Y sin embargo, a pesar de todo, siempre se correrá el riesgo de pasarse de rosca. Cuando eso sucede, el mito se vuelve fetiche, mera formalidad litúrgica; el entorno se transforma en microclima y, ya se sabe, el autobombo suele ser mala consejera, pone la realidad más allá de la historia, en un lugar donde no se encuentra. Cuando eso pasa –parafraseando otra vez a Marx-, al convertirnos en víctimas de nuestra concepción fabulosa de mundo, “el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia sino su comedia por la historia universal”, tendemos a confundir nuestros deseos con la realidad y estamos otra vez a un paso de perder el tren de la historia.
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