Fernando Alfon
Todo movimiento político, cuando se decide perdurar, entra a elegir a sus nombres representativos: a sus héroes. Se embarca en una serie de cuidadosas selecciones que terminan en un canon, arte de convertir lo efímero en permanente. No se trata de un proceso repudiable: tiene, más bien, algo de inevitable. Argentina, una vez unificado su territorio, consolidado el Estado y decidida a ser europea y moderna, tramó relatos tendientes a ungir algunos de los prohombres del siglo XIX. Fueron actos de gobierno, pero actos tendientes a construir identidades. De allí derivan homenajes, bustos, libros y bibliografías. La Argentina , durante el siglo XIX, constituyó su primer Canon.
Por la propia dinámica que ha tomado el curso político de la Argentina en la primera década del siglo XXI, el kirchnerismo se vio en la extraordinaria oportunidad de re-canonizar. Advirtió que su tiempo era un tiempo de conmemoración y revisión. Cuando no era nada, nada tenía que elegir. Luego, al devenir en una pujante experiencia política y descubrir la enorme relevancia de los símbolos, comenzó la selección y los homenajes. El kirchnerismo ―además de otras tantísimas cosas― también es una formidable maquinaria de resignificación y prefiguración de un canon. Los nombres que componen este «equipo» ya han logrado un notable consenso: Scalabrini Ortiz, Jauretche, Cooke, Ramos, Rosa, Puiggrós, Hernández Arregui, Chávez, Carpani, Discépolo, Marechal, Oesterheld, Manzi, Urondo, Walsh... El listado sigue, pero no es infinito, ni mucho menos cuantioso. He aquí el asunto; digamos, mejor, el drama y los interrogantes que este proceso de deslinde supone.
El primero es que, para canonizar, hace falta haber concluido. Canonizar requiere un momento de estabilización. Para encuadrar y broncear hace falta haber alcanzado una lomada desde donde echar un vistazo al pasado. Pues bien: ¿es el kirchnerismo un proceso acabado? O mejor dicho: ¿está ya en un momento que urge separar la paja del trigo?
El segundo interrogante remite al acto mismo de selección: para canonizar hace falta elegir. El canon supone la exaltación de unos sobre la sombra que se echa sobre otros. ¿A quiénes estamos eligiendo? O dicho de otro modo: ¿sobre quiénes estamos echando un cono de sombra? ¿Nos basta el jauretchismo para pensar todas las regiones del alma nacional? Hay nombres que en este canon no entraron ¿no deben entrar?
Asumido que la construcción de un canon supone la selección celosa, cuidadosa y custodiada de nombres, el tercer interrogante remite a los ejecutores: ¿quién selecciona? No canoniza cualquiera, ni esa selección es producto de una discriminación natural. La constitución de un repertorio oficial es la prueba más contundente de la voluntad política de selección. Pues bien: ¿quiénes están realizando esta operación quirúrgica? ¿Sale de las aulas universitarias, de la mesa chica del gobierno, de La Cámpora ?
El cuarto, más que un interrogante es, quizá, una presunción. Cuando el canon esté completamente afianzado y las obras de Jauretche estén en nuestras bibliotecas como ayer estaban las de Mitre: ¿quién de nosotros no querrá rebelarse contra la autoridad, en busca de recorridos más heterodoxos? Presumo que ese afianzamiento ya se está consumando, y que estamos ante la ebullición de estos rebeldes.
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